La Masonería y la Religión


¿Es la masonería opuesta a la religión? La respuesta habitual ya es por todos bien conocida, considerando los sucesos que tuvieron lugar a raíz de la conformación de las logias Andersonianas a principios del siglo XVIII y sus posteriores desarrollos. La tendencia a considerar masonería y religión como términos mutuamente excluyentes ha llegado a cristalizar como un hecho natural, propio del sentido común, pese a los orígenes cristianos de la Orden entre los gremios de albañiles y constructores medievales. Este aparente conflicto no deja de provocar frecuentes discusiones en el seno de la hermandad y llevó a la creación de sendos Prioratos independientes a las Grandes Logias y Grandes Orientes tanto en Francia como en España, donde los masones de fe cristiana pudieron hallar un espacio de construcción afín a su sentir religioso. Por supuesto que con dicha creación se buscó además resolver el problema de la administración del cuarto grado simbólico del R.E.R. que provocaba desavenencias con las autodenominadas Obediencias Regulares. Pero incluso entre los hermanos del Régimen Escocés Rectificado surgen en ocasiones dudas o confusiones respecto a la relación entre masonería y fe cristiana. Citamos a continuación dos párrafos pertinentes a propósito del asunto que nos permitirán realizar un breve análisis de la cuestión que nos interesa. La primera cita pertenece a Jean-Baptiste Willermoz, principal gestor de la masonería rectificada.

“Si del Tercer grado simbólico se salta sin intermedio alguno a la clase de Profeso, esto no podrá hacerse sin preparar demasiado abiertamente en ese Tercer grado al candidato, y ésta preparación no podrá hacerse sin mezclar mucho o poco las formas o instrucciones religiosas, y en el momento en que se mezcle la religión a la masonería en la Orden simbólica se operará su ruina... para hacer preferible nuestro régimen ponemos a descubierto sus principios y su objetivo particular, nuestros discursos oratorios se convertirán en sermones, pronto nuestras Logias se convertirán en iglesias o en asambleas de piedad religiosa […] Según mi idea, amigo mío, la masonería simbólica no debe ser más que una escuela de moral y beneficencia, pero sin introducir ninguna mezcla o propósito religioso, a no ser, los principios generales que toda sociedad cristiana debe profesar.” (Extracto de una carta de Willermoz de 3 de Febrero de 1783 dirigida a Turckheim. Citado por Jean-François Var en “Willermoz, su vida y su obra”, pág. 22.)

Del párrafo anterior parece desprenderse claramente la idea de que la religiosidad nada tiene que hacer en el seno de las logias rectificadas. Sin embargo se debe considerar que cuando Willermoz escribe lo hace explícitamente en referencia a la clase simbólica de la Orden, y no a las otras, clase que comprende a los cuatro primeros grados. No es casualidad que lo haga así, puesto que en la Orden Interior las cosas son bien distintas, ya que el juramento de los Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa los lleva a realizar una profesión de fe inclaudicable. Mayor diferencia existe en la Orden Secreta, en donde los Profesos y Grandes Profesos reciben una doctrina directamente religiosa, pero en un sentido iniciático y por ende mucho más profundo de lo que esta palabra suele indicar en el mundo profano. Veremos qué se entiende por religión en este contexto. Por ahora hay que señalar que la clase simbólica debe preocuparse ante todo de realizar un trabajo moral sobre sus miembros por medio de los símbolos y emblemas, evitando siempre toda forma de proselitismo religioso particular. El sentido de esto no puede ser otro que el de preservar la condición cristiana de la Orden, pues en el instante en que comiencen los sermones se perderá la calidad ecuménica, surgirán las disputas y se disipará el espíritu de fraternidad. Al mismo tiempo la Orden quedará expuesta al ataque directo y a las persecuciones mientras los hermanos confunden la Iglesia (en su ámbito exterior) con la Logia (instancia intermedia para la Iglesia Interior).

A nadie puede caberle una sola duda respecto a la perfecta condición cristiana del Régimen y de su principal fundador, Jean-Baptiste Willermoz. Prueba de ello es esta segunda cita que proporcionamos, extraída de la Regla Masónica al uso de las Logias Rectificadas que el mismo Willermoz promulgó, en su Artículo Primero, bajo el subtítulo de los Deberes con Dios y la Religión, párrafo II. Dice así:

“¿Cómo osarías sostener su mirada, tú, ser frágil, que infringes a cada instante sus leyes y ofendes su santidad, si su bondad paternal no te proporcionara un reparador infinito? Abandonado a los extravíos de tu razón, ¿dónde hallarías la certeza de un porvenir consolador? Entregado a la justicia de tu Dios, ¿dónde estará tu refugio? Da pues gracias a tu Redentor; prostérnate ante el Verbo encarnado, y bendice a la Providencia que te ha hecho nacer entre los cristianos. Profesa en todo lugar la Divina Religión de Cristo, y no te avergüences de pertenecer a ella. El Evangelio es la base de nuestras obligaciones; si no creyeras en Él dejarías de ser Masón…”

Considerando lo anterior ¿cómo entender entonces que en las Logias Simbólicas no tenga cabida la religión? La cuestión estriba en qué se entiende por religión. Cuando Willermoz emplea este vocablo en su carta a Bernard de Turckheim, lo hace en referencia a su sentido institucional, sectario y mundano. Por otra parte, la religión en su sentido trascendente hace referencia, como lo indica su etimología, a la re-unión del hombre con Dios y es justamente éste el propósito del trabajo en las Logias Rectificadas, es decir, retornar al Misterio Divino de cuya participación gozaba el hombre antes de su caída y expulsión del Paraíso. Por ello, existen dos formas distintas de comprender lo que es la religión cristiana. Una primera forma de abordarla, superficial y estrecha, se refiere a las iglesias de este mundo, a las instituciones históricas que dicen representarla y que suelen estar en conflicto entre sí. La otra forma de comprensión, mucho más profunda y amplia, expresa a la religión tal como la entendía Willermoz, a quien volvemos a citar textualmente en referencia a la iniciación cristiana, para quien ésta representa “el desarrollo efectivo de las alegorías y el cumplimiento real de los Misterios de la Religión primitiva y universal”. Esta Religión primordial corresponde a la tradición revelada por el Logos, la Palabra Divina, que como todo cristiano sabe, se encarnó en forma de hombre para traer la salvación al mundo como Divino Mediador, al unir la naturaleza humana con la naturaleza divina en su misma persona. Nada hay en ello de sectarismo, proselitismo ni religiosidad mundana. La verdadera religión busca religar, volver a unir lo que estaba separado, estableciendo la paz en el corazón de los hombres y no el conflicto ni el odio religioso como ha ocurrido tantas veces a lo largo de nuestra sangrienta historia.

Aún hay algo más. La carta de Willermoz a Turckheim, haciendo referencia en un primer momento a la clase simbólica, pasa a continuación a demostrar la necesidad de una Orden Interior que haga de intermediaria y preparatoria para la Orden Secreta, en donde se enseñan y practican los conocimientos reservados de la clase “religioso-científica” como le llamaba el maestro de Lyon. Es en consideración a ello y no a otras cuestiones que debe observarse la disposición a la prudencia y la abstención en asuntos religiosos dentro de las logias simbólicas, pues a ese nivel primario la mayoría de los iniciados aún supondrá muchas cosas sobre lo que es la religión, preconcepciones larvadas en el seno de la sociedad profana que de poca ayuda le serán en su progreso masónico. Vemos que la idea de Cristianismo que posee el mundo exterior es bien limitada y obtusa en comparación con la amplitud de miras de la concepción cristiana presente en la tradición interior de la Orden. Por ello es conveniente mantener estos ámbitos estrictamente delineados y evitar que las personas con una comprensión aún no bien desarrollada puedan resultar confundidas, al tiempo que se protege la unidad y concordia dentro de la Orden. La masonería de tradición es un complemento de la espiritualidad cristiana que ayuda a comprender en profundidad lo que veladamente ofrecen las alegorías. Comprendiendo se fortalecen las certezas de la fe que pueden entonces, en el decir de San Clemente de Alejandría, convertirse en verdadera Gnosis. Masonería y religión son por lo tanto mutuamente complementarias si bien distintas. De su sinergia se erigen hombres mejores para beneficio de la humanidad toda.

El Cristianismo o la fe incomprendida


El Cristianismo es una fe mal comprendida, situación esperable considerando los tiempos de degradación del alma y empobrecimiento intelectivo en que vivimos. Una religión basada en un milagro, cimentada sobre la fe en un Dios hecho hombre, venido en carne y hueso a la Tierra, cumpliendo las prefiguraciones proféticas de los antiguos sabios de Israel. Algo se esconde entre las líneas bíblicas, un secreto que se nos ha escapado mientras discurre sobre las narraciones legendarias y los mitos de la creación, el diluvio y los cuarenta años del pueblo hebreo en el desierto. Vivimos en una civilización amenazada por el anacronismo de su propuesta fundacional, anacronismo que no es más que la incomprensión suscitada en mentes estrechas que ya no son capaces de leer en los símbolos, que ya no pueden comprender las alegorías ni penetrar en los significados por su total ignorancia de la hermenéutica sagrada. “Y acercándose los discípulos le dijeron: «¿Porqué les hablas en parábolas?» El les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane” (Mateo 13:10-15). ¿Qué se puede decir en esta era de oscuridad materialista para encender la tenue llama del interés de los hombres a la fe de Cristo? La suerte está echada y cada uno recibirá el pago por lo que haya sembrado, cosechará y hará con ello el alimento de su espíritu. Sanará o se envenenará aún más, crecerá hacia Dios como las flores hacia el sol o se secará y morirá como los vegetales en la oscuridad.

Nunca jamás en la historia humana el mal se había extendido, validado y justificado tanto como lo hace hoy. Se alimenta del comercio, la especulación financiera y la bolsa usurera, fomenta la ambición banal, publicita el desliz con festejo, se goza en las pasiones y hace olvidar a Dios para adorar al becerro de oro. Diremos algo más: 666 talentos de oro era lo que recibía anualmente el rey Salomón desde Saba (1 Reyes 10:14 y 2 Crónicas 9:13). Es número de hombre que fue creado al sexto día. El hombre por el hombre por el hombre, lejos de Dios, su fuente de origen y meta final. ¿Cómo va a tener sentido para ese hombre la revelación divina en la persona de Cristo? El hombre perfecto, el Hombre-Dios, el nuevo Adán, no aspiraba a la riqueza ni al poder mundano, porque su reino no era de este mundo. El mito, la alegoría y el símbolo ya no pueden ser leídos. Solo se entiende el frío lenguaje del dinero contante y sonante. Poco importa lo que diga el sacerdote, el economista tiene la última palabra. La religión del becerro de oro se extendió por todos los confines del planeta y ya no hay quien pueda detenerla. Nuestro esfuerzo entonces estará centrado en profundizar la comprensión de aquellos que tienen fe y que requieren de mayor astucia para sostenerse en medio de un entorno que brama para que abandonen el baluarte espiritual que los sostiene en su travesía sobre el polvo del mundo.

El aparente absurdo de los mitos bíblicos, hecho tan criticado por los ateos, no puede menos que dar lugar a la duda razonable. Porque los antiguos sabios que los escribieron bajo la inspiración del hálito divino estaban lejos de querer redactar cuentos infantiles. Más bien se propusieron codificar la sabiduría espiritual que les había sido confiada en su profunda realización interior por medio de metáforas y narraciones alegóricas que junto con aleccionar moralmente al pueblo, permitían que los que tuvieran ojos para ver percibieran más allá de la mera letra muerta. El hombre contemporáneo no tiene el tiempo ni menos la voluntad necesaria para realizar el penoso esfuerzo de penetrar poco a poco en los significados internos de la Escritura y la Tradición eclesiástica como para precaverse de alcanzar conocimiento antes de lanzar una sandez en forma de opinión personal. Sus juicios contra la religión se limitan a igualar la estructura institucional con la religión en sí, como si la calidad del té pudiese ser juzgada por la taza que lo contiene.

No hay absurdo alguno en el mito. Lo que sí hay es una alegoría y sobre todo una anagogía incomprendida por el vulgo. Esto hace del Cristianismo una religión sumamente compleja de abordar. Incluso los estudios académicos serios siguen redundando en los mismos lugares comunes del historicismo y la crítica literaria. Una verdadera gnoseología espiritual es lo que se hecha de menos por todas partes. Pero una gnoseología tal no puede excluir los elementos meta-racionales del conocimiento divino, vetas de la sabiduría que parecen irracionalidad en la superficie, pero que en vez de situarse por debajo de la razón, la trascienden y la perfeccionan abarcando la dimensión de lo infinito que a ésta se le escapa perpetuamente. De allí el lugar que ocupa la Pistis, esa fe en lo trascendente que acerca al hombre con la Divinidad como un puente sobre la nada que amenaza transformarse en nihilismo cuando no se puede penetrar en el vacío con un corazón abierto a la experiencia directa conocida como misticismo. A falta de comprensión profunda de la Revelación Divina se quiere reemplazar la ignorancia con gnosticismo, una interpretación más literal y atractiva para el mundo moderno. Sin comprender los cuatro Evangelios, la biblioteca de Nag Hammadi aparece como la solución mágica para encubrir una falta que yace tanto en los creyentes como en los no creyentes antes que en los textos mismos. Esta falta es el total olvido de la Intelección, que ha sido obliterada por el monopolio de la razón. La verdad de lo mítico solo puede abarcarse desde el Nous o Intelecto (i.e. Intus legere, leer dentro), no desde la racionalidad. Pero incluso esta palabra está embadurnada con los ecos de la razón que engañosamente la sinonimia. Con todo no son lo mismo como cualquiera que se moleste en revisar la etimología puede comprobar. El proceso de inteligir no debe ser embrollado junto con el de razonar. Pero como se los asimila, nos encontramos con la traba persistente de confundir lo verdadero con lo real. La palabra de Dios es verdad, los hechos del mundo son realidad. Sin embargo para el Ser Divino los entes fenoménicos lejos de ser reales no son más que hologramas. Parafraseando a San Pablo en la primera carta a los Corintios, la Verdad parece locura para este mundo, porque la Sophia de Dios es escándalo para el legalismo judío y desvarío para la racionalidad griega. Usando del lenguaje filosófico, diríamos que la intuición intelectual se nos escapa por la excesiva primacía de las representaciones sensibles.

El grave peligro del literalismo, otra forma severa de incapacidad intelectiva (no necesariamente intelectual) ha promovido el surgimiento de toda clase de distorsiones sectarias que irrumpen como hongos en la humedad. No vamos a adentrarnos aquí en el conocido fenómeno de las sectas mal llamadas “cristianas”. De todos es conocido el sombrío influjo que ejercen sobre las porciones más humildes de la sociedad. Pero sí queremos destacar el mal que supone la interpretación literal, que de hecho es una no-interpretación, enfermedad que aqueja prácticamente a la cristiandad completa, salvo escasas excepciones. Existe una imposibilidad intrínseca para comprender el significado profundo del dogma cristiano en ausencia de la doctrina de la reintegración, enseñanza compleja que supone primero la confianza en la letra a fin de poder, en un segundo momento, adentrarse en la comprensión del significado. Se trata de un sentido recóndito que muy pocas veces a sido proclamado desde los púlpitos, pues la clerecía se ha limitado históricamente a repetir las fórmulas eclesiásticas sin develar su significación interna a la feligresía, sea por prudencia o bien por mera ignorancia, como parece ser el caso mayoritario. Empero la preservación de la tradición de la Iglesia ha permitido perpetuar también este sentido para aquellos que tienen “ojos para ver y oídos para escuchar”. Ahora bien, otra cosa es la función social del Cristianismo como educador de las masas, cosa beneficiosa y oportuna, pero insuficiente para entender la veracidad de la religión.

El mensaje de Cristo y la tradición interior de la Iglesia nos llaman a la supresión de lo sensorial, dirección de lo imaginal y exaltación de lo intelectivo por medio de sus símbolos, misterios y sacramentos. Y en esto no debemos confundir lo exterior con lo interior, es decir, no debemos igualar la institucionalidad de la Iglesia con su realidad metafísica como arquetipo, cuerpo místico del Cristo. Pero lo anterior no implica en ningún caso que el arquetipo ideal pueda ser alcanzado sin mediar una correcta aplicación de los símbolos y alegorías preservados en la institución. La Iglesia es tanto exterior como interior y no se puede prescindir de ninguno de sus dos aspectos pues el hombre vive tanto externa como internamente. Así, el acceso a la riqueza espiritual de la Iglesia Interior depende de los distintos niveles de comprensión de la fe. La necesidad de silencio y discreción se imponen para resguardar lo sagrado de un vulgo aún incapaz de preservarlo sin mancilla, siguiendo el sabio consejo evangélico que reza: “No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen” (Mateo 7:6). Esto hiere el ego de mucha gente, genera rebeldía, reivindicaciones orgullosas y pronunciamientos oclocráticos. Uno de los más sabios Padres de la Iglesia, San Clemente de Alejandría, escribió bastante al respecto. Entre muchas otras cosas dijo: “El Señor no reveló a muchos lo que no estaba al alcance de muchos, sino a unos pocos, a los que sabía que estaban preparados para ello, a los que sabía que podían recibir la palabra y configurarse con ella. Los misterios, como el mismo Dios, se confían a la palabra, no a la letra. Y si alguno objeta que está escrito que «nada hay oculto que no haya de manifestarse, ni escondido que no haya de revelarse» (Mt 10, 20), le diremos que la misma palabra divina anuncia que el secreto será revelado al que lo escucha en secreto, y que lo oculto será hecho manifiesto al que es capaz de recibir la tradición transmitida de una manera oculta, como la verdad. De esta suerte, lo que es oculto para la gran masa, será manifiesto para unos pocos. ¿Por qué no todos conocen la verdad? ¿Por qué no es amada la justicia, si ella está en todo el mundo? Es que los misterios se comunican de manera misteriosa, para que estén en los labios del que habla y de aquel a quien se habla; o, mejor dicho, no en el sonido de la voz, sino en la inteligencia de la misma.” Muchos son los llamados y pocos los elegidos dice el Señor Jesús en Mateo 22:14. Y con esto se entiende el porqué cuando leemos a San Clemente.

Digamos finalmente que las Órdenes y fraternidades tradicionales han actuado como estructuras intermedias entre lo exterior y lo interior, otorgando una oportunidad para seleccionar lo mejor del rebaño de la Iglesia a fin de constituir un verdadero ejército espiritual de soldados de Cristo, gente de corazón manso y pacífico cuya guerra es contra sus propias deformidades, jamás contra la vida de otro hijo de Adán, que posee igualmente un alma inmortal entregada por Dios. Ellas han transmitido la palabra de la tradición oral que ilumina los significados profundos de la Escritura. Creemos que quien comprenda esto ha sido llamado por Dios. Oremos para que el Señor Jesucristo nos halle dignos de ser también elegidos a fin de que podamos ir por los campos de la tierra sembrando la palabra viva que enciende la chispa del fuego oculto en la letra heredada.

La Caballería Espiritual


La caballería es un fenómeno cultural que nace en el interior del Imperio Romano durante los primeros años de su cristianización. La institución de los caballeros fue un matraz cultural para promover valores fundamentales tales como la virtud, el honor y la nobleza de carácter, ideales que hoy se escuchan poco pese a ser tan necesarios. Su origen en el mundo cristiano se remonta a la fundación de la Caballería Aurata Constantiniana de parte de San Constantino, emperador romano y legalizador del cristianismo en los territorios del imperio que antaño le había perseguido con cruel ferocidad. Los primeros cincuenta caballeros armados por San Constantino llevaban el lábaro en sus escudos como emblema victorioso del Salvador. Nace así el arquetipo de la caballería espiritual cristiana.

No deja de tener ribetes poéticos recordar que la caballería cristiana tiene su origen en un sueño del emperador (otra versión habla de una visión en el cielo) que le reveló el símbolo del crismón o lábaro para vencer en la batalla del Puente Milvio el 28 de Octubre del año 312. En un momento crucial para la historia del cristianismo, la Divina Providencia intervino sobre el desenlace de la ofensiva otorgando a Constantino el sello personal de Cristo para salir victorioso: In Hoc Signo Vinces. A partir de ese momento la caballería cristiana inicia un largo proceso de desarrollo a lo largo de la historia del Medioevo que culminará con la preservación de sus ideales en los remanentes actuales de las Órdenes de Caballería y en los altos grados de la Francmasonería Tradicional.

A pesar de que dicha historia se halla plagada de hechos lamentables y de dudoso apego a los valores morales de la caballería original, (como los genocidios en Tierra Santa o el saqueo de Constantinopla por los cruzados) su herencia se deja sentir en la sublimación de su carácter militar y temporal hacia una condición espiritual en donde el enemigo no es ya el moro ni el infiel a la religión cristiana, cosa por demás espuria y politizada, sino aquel enemigo interior que habita en el alma humana en forma de pasiones y egoísmos. Esa es la verdadera caballería espiritual cristiana, aquella en donde el combate se realiza con la espada de la virtud y el escudo de la fe, en donde las obras que garantizan la victoria en la batalla son aquellas del esfuerzo por rectificar el corazón, tan dado a las contaminaciones y a los falsos ídolos de la razón, la autojustificación y la desidia en el amor a Dios y al prójimo.

En concordancia con esta espiritualización de la caballería, emerge la figura de un guerrero contemplativo, el talante de un caballero cuya principal fortaleza es la oración del corazón que lo amuralla frente a los persistentes ataques del ego que codicia con tanto furor las cosas de esta tierra. La guerra interior contra la propia oscuridad es la única guerra santa posible, la única guerra válida y honorable a los ojos de Dios. Porque de un corazón recto surge la paz y la misericordia hacia todas las criaturas del Señor. No es extraño entonces que las Órdenes contemporáneas hagan tanto énfasis en el valor de la beneficencia como eje central de su actuar en el mundo.

El santo patrono de los caballeros es San Jorge de Capadocia (275-303), soldado romano, guerrero espiritual y mártir que revelando su condición de cristiano se negó a participar en la persecución de sus hermanos de fe contradiciendo las órdenes del emperador Diocleciano. Tras largas torturas fue decapitado ante las murallas de Nicomedia el 23 de Abril del año 303, fecha en que las Iglesias de Oriente y Occidente le recuerdan y conmemoran. En torno a él existe la hermosa leyenda, al parecer surgida durante el siglo IX, que narra su aventura por liberar a una ciudad del Asia Menor de la terrible voracidad de un dragón. Cuenta la historia que un día llegó un dragón hasta la única fuente de agua del poblado, haciendo su nido en él. Para poder beber agua, los ciudadanos debían apartar al dragón todos los días sacrificándole una víctima que lo distrajera. Para hacer las cosas justas, se decidió realizar un sorteo en donde nadie quedaba exento. Hasta el rey tuvo que estar de acuerdo con ello. Sucedió que en una oportunidad la víctima sorteada fue la princesa de la ciudad. Con gran congoja los reyes tuvieron que entregar a su hija para el sacrificio. Justo en el momento en que depositaban a la doncella pasaba por el lugar San Jorge, quién montado en su blanco corcel se enfrentó con el dragón, matándolo y liberando a la princesa de su muerte. Esta leyenda será la base arquetípica para todos los posteriores cuentos de hadas sobre princesas y dragones en la Edad Media.

San Jorge, montado en su albo caballo y empuñando una lanza contra el monstruo, permanecerá como imagen indeleble en la conciencia colectiva de la cristiandad perfilando la figura del caballero espiritual que vence al mal para rescatar a la Iglesia. El simbolismo del ícono nos muestra al espíritu (San Jorge) empuñando el poder de la fe (lanza) para vencer a las pasiones (dragón) y rescatar al alma (princesa). El caballero cristiano busca lograr la realización interior con este mismo heroísmo triunfal.

Las leyendas del ciclo artúrico y la búsqueda del Santo Grial son otra importante fuente de inspiración para la imaginería de la caballería espiritual. El Rey Arturo, Merlín, Parzival y el Graal han alimentado la imaginación de generaciones de escritores y artistas a lo largo de casi mil años. Sería demasiado pretencioso hacer siquiera una referencia al rico simbolismo detrás de este extenso conjunto de leyendas medievales, pero a modo de sencilla referencia baste mencionar que la búsqueda del Santo Grial es en realidad el esfuerzo del caballero cristiano por encontrar la Verdad de Cristo en su propia sangre, porque los seres humanos somos de linaje divino aunque exiliados de nuestra verdadera patria. Habiendo perdido esa genealogía divina tras la caída adámica la recuperamos en Cristo por medio de incorporación de su carne y sangre en la Eucaristía. Esto convierte a cada cristiano en un Cristophoros, un portador de Cristo en sus propias entrañas. Hay aquí un misterio impronunciable del que bien vale la pena investigar. Encontrar el Graal es sin lugar a dudas la máxima aspiración de todo caballero de Cristo.

La palabra caballero proviene del latín caballarius que designa al hidalgo que cabalga sobre su rocín. El caballo es el alma concupiscible e irascible, es decir, el alma con sus deseos y su voluntad, que aprende a ser dominada por el caballero que es el espíritu inteligible, aquél que es capaz de percibir intelectivamente (por intuición) las verdades trascendentes manifestadas por Dios en la revelación, cuya máxima expresión es la figura de Jesús el Cristo, Dios hecho hombre. La caballería espiritual es una vía de desarrollo interior para el laicado, un llamado a extender la virtud y la bondad mediante la vida secular proclamando al Cristo como cabeza espiritual de la Iglesia Interior.

Cristo es el Señor de todo caballero. Somos vasallos de Jesucristo y somos convocados por Él a levantar su estandarte para vencer en la batalla espiritual contra la oscuridad que reina en nosotros tras la caída, hasta reintegrarnos a la naturaleza primordial revoloteando en inocencia en torno a la Luz como las polillas ante la lámpara. El éxtasis espiritual es el verdadero martirio del alma, porque en ella entregamos nuestro yo hasta desaparecer en Dios, aniquilados con la cabeza en el suelo ante la Luz Tabórica, como Pedro, Santiago y Juan en la Transfiguración de Cristo. Que seamos dignos caballeros para recibir un día esa Gracia inefable del Gran Arquitecto del Universo.


Sobre el Mal


El mal es tan antiguo como el mundo, o casi. No sabemos cuantos eones demoró en acaecer la tentación de Eva por la serpiente, pues en el Paraíso no existía la noción del tiempo al no haber decadencia ni muerte. Podemos asumir que el tiempo, aunque creado al principio de todo, se hace perceptible con la caída de la primera pareja humana al probar ésta el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y el mal. No es extraño que desde hace milenios los hombres de todas las naciones y pueblos de la Tierra hayan sabido distinguir lo bueno de lo malo, bajo un cierto margen de variabilidad cultural. No obstante dicho margen, todos ellos se hallaban plenamente de acuerdo en lo más esencial del ámbito moral pues no hay sociedad en donde el asesinato, el robo, la mentira, la traición o el abuso no estén sancionados. El decálogo de Moisés es un ejemplo tácito de esa ética universal en donde se hallan contenidos los principios más fundamentales y básicos para regular la vida de una civilización. Pero los tiempos han cambiado ¡y vaya que han cambiado! En nuestra era lo bueno ya no es tan bueno ni lo malo tan malo. Nuestra sociedad progresista ya no reconoce ni las más sencillas nociones de ética humana, de respeto ni de verdadera honorabilidad. Podríamos hallarnos tentados a creer que el relativismo moral nos acerca a trascender los opuestos para llegar a un nivel más elevado de ética y espiritualidad. No faltan quienes así lo creen. Mas la evidencia de la conducta moral del hombre contemporáneo nos prueba justamente lo contrario. ¿Qué está pasando con la humanidad? Somos presas de una trampa astutamente argüida para profundizar los efectos de la caída adámica como nunca antes se haya visto.

La respuesta de Dios ante el mal introducido en el mundo por la caída de Adán fue el plan de salvación universal que se expresó por boca de los profetas y se cumplió con la muerte y resurrección de Cristo. Por su parte los ángeles rebeldes no se quedaron de brazos cruzados viendo cómo le era ofrecida al hombre la reconciliación y la Gracia Divina. Poco a poco la vida en la Tierra se ha ido convirtiendo en un extraño ensayo de paraíso terrenal. El sistema de economía de masas ofrece comodidades y promesas vanas de felicidad inmediata, placer sensorial y hedonismo garantizado. El maquillaje democratizante endulza toda la escenografía con suaves notas color rosa. Los reyes de este mundo han hecho del sistema económico su principal arma para mantener a las almas esclavizadas con la distracción de los sentidos, promoviendo el deseo material y el miedo a quedar fuera del mercado. Y nos parece que ésta es la mejor, la más natural y la única forma posible de vivir. El sistema de vida moderno, mediatizado por la empresa multinacional y el imperio de la oclocracia garantiza un mínimo de comodidades para el cuerpo a la par que empobrece el alma “y hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre.” (Apocalipsis 13:16-17). La Bestia que vive en el interior de cada hombre, esa que está dispuesta a saquear, robar e incluso matar con tal de conseguir lo suyo, que adora al falso ídolo, el becerro de oro, el dios del dinero y de la posesión. La banca internacional tiene en sus garras a todos los reyes de la tierra, sin que haya nación que pueda escapar de su codicia sin caer en la miseria. “Entonces vino uno de los siete Ángeles que llevaban las siete copas y me habló: «Ven, que te voy a mostrar el juicio de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas, con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los habitantes de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución.»” (Apocalipsis 17:1-2).

El imperio de la Nueva Roma pagana se extiende sobre los pueblos sin que nadie se atreva a levantar la voz en contra de sus corrupciones. Nadie lo hará porque es políticamente incorrecto. Y mientras al hombre le es ofrecida la comodidad del “progreso” y el desarrollo económico en lugar de la salvación espiritual de Jesucristo, mientras se mudan la oración y los sacramentos con la compra-venta y la moda popular, mientras se menoscaba moralmente a las muchedumbres llenándolas de ambiciones implantadas y codicia material, los demonios de las siete pasiones han logrado relativizar el mal hasta el punto de eliminarlo conceptualmente. Satán ha utilizado una estratagema de gran perfidia: ha logrado que las masas no crean en la existencia de la oscuridad para que su poder pueda extenderse por todas partes como si se tratara de luz. Así, el hombre moderno se burla jactanciosamente de las creencias medievales en el mal mientras considera al bien como algo relativo al momento y la circunstancia. Puede decir entonces que bueno es lo que le conviene, bueno es lo que le hace sentir placer. Y dado que el mal no existe, puede dedicarse con toda tranquilidad a corromperse. Al haber eliminado la noción del mal, el ser humano puede pecar sin culpa mientras todas las huestes de Belial se extienden en el alma del Hombre Universal. Jamás Satán había contado con una situación más favorable a su principio, ni con un impulso global más tolerante a su energía.

Sin lugar a dudas, la mejor estrategia jamás pensada por el mal para extenderse sobre la Tierra es haber eliminado la creencia en él. Sin la oscuridad presente en la conciencia del pueblo el alejamiento de Dios tiene el camino libre para difundirse por todas partes. El bien ya no será de orden espiritual sino material, porque el mal ha desaparecido como entidad metafísica y sólo nos queda el consuelo de la materia para encontrar algún grado de felicidad en este mundo de inversiones valóricas y relativismos desacralizantes. Pensar en Satán como entidad suena ridículo. Pero aún, considerarlo en cuanto principio es todavía más difícil por el total desconocimiento de las masas en todo lo que respecta al ámbito de la Teología -entiéndase esta palabra desde el punto de vista de la Cristiandad Oriental- y de los dominios Intelectivos. Por supuesto, el accionar del mal en nuestra cultura publicitaria y televisiva es impensable como para ser denunciado. Es tal su nivel de aceptada penetración que la indulgencia colectiva se complace en recibirle cual beneficio irrechazable de la tan aplaudida sociedad del bienestar.

No obstante lo anterior, no es necesario que desesperemos. Siempre hay esperanza, incluso en el último día. Dios nos recogerá siempre, no importa qué tan pecadores hayamos sido. El hijo pródigo dilapidó la fortuna paterna en vino y mujeres, pero el padre le recibió con los brazos abiertos, dichoso de volverle a ver después de tan largo distanciamiento. La lucha entre la Luz y la oscuridad continúa cada día en el corazón del hombre, sepámoslo o no. Podemos haber olvidado las nociones más básicas que se nos enseñaron alguna vez, como la existencia del principio del mal tanto dentro como fuera de nosotros, pero podemos hacer el esfuerzo por recordar. Es tiempo de volver a abrir los ojos y recuperar la simple sabiduría de nuestros antepasados. Nuestra extraviada y famélica alma lo agradecerá.

Súplica a los pies del Árbol de la Vida

Tanto dolor en esta Tierra caída, tanta lágrima de cristal abatida. Y tú mi Señor, nos amparas a todos en tu cálido seno. ¡Oh Redentor! Suspiro por el día en que pueda beber el agua de la Vida Eterna de tus manos, allí donde abrevan juntos el unicornio y el dragón, en donde no hay dolor ni tristeza porque tu Luz brilla sobre la faz de todas las criaturas. Padre de Misericordia, escucha la súplica de este tu humilde siervo que busca tu bendita Sophia. Soy un pecador sin camino, extraviado en el valle de las sombras de la muerte. Tiemblo porque conozco el secreto del día último y te suplico entre sollozos que me regales el arrepentimiento que puede lavar mi corazón de todo el polvo de este mundo.

Madre mía, Virgen Bendita de los Santos y los sabios en Dios, fuente de la Vida y remanso de los pastores celestes, dame tu blanca mano para poder levantarme de mis caídas. No te olvides de mí que no tengo consuelo ante mis errores y mis bajezas. ¡Oh Dama Celeste! Acompáñame en esta hora aciaga y haz crecer en mi pecho el trigo de la virtud que apaga el hambre del alma. Las estrellas y las esferas del firmamento son indignas de cubrir tu belleza inmaculada. Y yo me atrevo a clamar tu nombre María porque no tengo otra Madre fuera de ti. En tu amparo hallo el descanso para mis iniquidades.

¡Oh bendita Jerusalén, tierra nueva y rocío del Cielo estío! Mis huesos dormirán entre tus ocres sábanas hasta el día de la Resurrección. Esperaré para oír al fin la dulce voz de mi Cristo llamando a los justos bajo su trono. ¡Oh Espíritu Santo, fuego de la vivificación! Arremolina mi alma y extravíame para el mundo, loco de amor por Dios, perdido en el frenesí de la Sabiduría Divina. Que mi espada sea flamígera para cortar con los vicios de mi congoja. Déjame participar de la primavera eterna a los pies de Jesús Cristo. Déjame bailar inocente entre los Querubines y los Serafines hasta perderme a mi mismo en la belleza y olvidar para siempre lo que un día fui.

¡Oh Eterno! Cierro mis ojos y siento la brisa de Tu aliento. El Cordero levanta su estandarte batido por la brisa de oriente. El ángel, el león, el toro y el águila festejan la gloria del Señor. Yo seré dichoso si puedo estar bajo Tu mesa para recoger las migajas del pan por Ti partido. El árbol de la vida florecerá. Entonces te haré una corona con sus pétalos de oro ¡oh Majestuoso Rey y Señor mío!

Preliminares para la Gran Obra


Tras la publicación en varios idiomas de las dos obras del controvertido Fulcanelli, la alquimia operativa ha experimentado un inusual renacimiento en pleno siglo XXI. Pero desgraciadamente lo que más se observa son sopladores. Esto se debe, a nuestro entender, en la carencia total de los imprescindibles preliminares para iniciar el trabajo hacia la Gran Obra alquímica. Y sobre estos preliminares indispensables queremos ahondar aquí.

La Alquimia se inserta en la cosmovisión judeocristiana de la caída cósmica inmediatamente posterior a la desobediencia de Adán. Como premisa básica, supone que la materia se halla en un estado de corrupción del que puede ser rescatada por medio de un complejo proceso de laboratorio que requiere de mucho tiempo y paciencia. De entre las diferentes materias que componen el mundo físico, sólo el oro posee la propiedad de mantenerse incorruptible con el paso de los siglos. Esta incorruptibilidad áurea es la que, desde los albores de la raza humana, obsesionó a tantos hombres con su brillo convirtiéndole en el rey de todos los metales. No es de extrañar entonces que en el imaginario alquímico sea oro el producto de la transmutación obtenida por medio del tan buscado polvo de proyección o piedra de los filósofos.

En concreto, la alquimia operativa es una vía muy peligrosa por dos razones. La razón externa es el evidente peligro durante los procedimientos de laboratorio de generar explosiones o incendios con el resultado de lesiones graves o incluso la muerte. También existe la frecuente posibilidad de intoxicación por inhalación de gases venenosos o contacto táctil con materias riesgosas. La razón interna radica en el peligro que encierra la ambición del oro y su poderosa influencia para corromper el alma, llevándola a un estado de miseria y febril enfermedad espiritual como no se ha visto jamás por otras causas. Y para todo aprendiz de alquimista que intente adentrarse en los secretos de la materia sin haber realizado escrupulosamente primero los preliminares de la Gran Obra, el peligro de la codicia de oro es un mal garantizado y seguro.

¿Cuáles son entonces estos preliminares indispensables? Pueden ser resumidos en la práctica efectiva de las operaciones de la Alquimia Espiritual. Porque el que no ha realizado plenamente la Gran Obra Interior ¿cómo podría siquiera pretender iniciar los trabajos hacia la Gran Obra Exterior? Aspirar a cosa semejante es el camino torcido de los sopladores y de los Faustos que venden su alma al diablo a cambio del vil metal dorado. El alquimista busca ante todo el brillo interior y la reconstitución de la naturaleza a su condición primordial de incorruptibilidad, tal como Dios la había modelado antes de la caída del Hombre Primordial. Por ello es que la piedra de los filósofos posee en realidad una propiedad más importante que la de transformar en oro los metales comunes, pues puede curar todo mal y toda enfermedad en cuanto que panacea. El que tiene ojos para ver y oídos para oír ¿no reconoce en ello al Cristo?

La Alquimia Espiritual, preliminar ineludible de toda operativa material, consiste en haber pulido el alma por medio del esfuerzo consciente de la voluntad adquiriendo virtudes morales y sabiduría a lo largo de extensos años de sacrificio. Es seguir a cabalidad la senda del Evangelio con el entrenamiento de la caballería espiritual. Sólo un verdadero Caballero de Cristo, portando el estandarte de la cruz, puede galopar con éxito sobre las estériles llanuras de la materia inerte. Hay que tener presente siempre que Satán intentará hacer caer por todos los medios al filósofo de fuego. Entonces se necesita el escudo del Evangelio y la espada de la Virtud para no sucumbir a sus engaños y embates.

Sin haber completado el trabajo interior de purificación y transformación del alma, todo intento en el laboratorio resultará fatal, no conduciendo jamás a la anhelada meta. Por eso es tan común ver a decenas de entusiastas sopladores perdiendo su tiempo y dinero en una ilusa fantasía que en manos impuras no constituye más que una quimera. El auténtico alquimista ha alcanzado la maestría sobre la materia ¿Cómo podría no ser antes maestro sobre su propio corazón? Fe, Esperanza y Caridad son las tres virtudes teologales que le serán imprescindibles para llevar a cabo la Gran Obra. Porque el trabajo con el dragón escamoso es una signatura material del proceso de regeneración espiritual del hombre caído, y solo un regenerado puede reproducir en la densidad física aquello que ya domina en la sutileza astral. Sin Cristo no hay crisol, sin el Espíritu Santo no hay fuego en el atanor y sin la Virgen María no habrá leche de los sabios.

La persistencia del paganismo


Dice San Juan: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, el mar ya no existe. Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el novio. Oí una voz potente que salía del trono: Mira la morada de Dios entre los hombres: habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Les secará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado. El que estaba sentado en el trono dijo: Mira, yo hago nuevas todas las cosas.” (Apocalipsis 21:1-5). Los dioses de este mundo efímero y pasajero han vuelto para que adoremos nuestros barrotes. Los hombres han olvidado lo que se le enseñó a nuestros ancestros. ¿Vamos a servir a nuestros carceleros? “Revestíos de la armadura de Dios, para que podáis resistir contra las maniobras del diablo; porque no va nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de estas tinieblas, contra los espíritus de maldad, que están en los cielos.” (Efesios 6:11-12). Al volver el corazón a las cosas de este mundo, el hombre vuelve atrás y retoma el paganismo, es decir, la adoración de aquello que le está sujeto por principio. Es la subyugación de lo noble por parte de lo vulgar. Esta inversión espiritual es sumamente peligrosa, porque cierra al alma las puertas de la Reintegración para ser apresada en la asimilación de las cosas sensibles.

Cuando el hombre idolatra el dinero, el poder, la belleza, la fama o el atractivo personal cae en la adoración de ídolos y de falsos dioses. Cuando el hombre reniega de su condición como ser de naturaleza espiritual, incluso superior a los mismos ángeles, y se hunde en la brutalidad ciega de sus impulsos más animales, se hace presa de las imágenes de su psiquismo y se pierde en ensoñaciones egóticas, en instintos egoístas, en ardores somáticos. El pagano solo adora cosas que sus ojos pueden ver y sus manos tocar. En su corta visión, no comprende que el mundo físico es un lugar degradado por la caída del Hombre Primordial, que la materia no es nuestro lugar de origen ni nuestro destino final, que el universo tal como está, es un lugar de imperfección, impermanencia y putrefacción por la inevitable fugacidad de todos los entes que en él tienen su forma. De allí que el paganismo en todas sus variantes sea condenable, pues lleva al hombre a desear su exilio, le extravía en el desierto cerrándole las puertas de la verdadera Tierra Prometida.

Cristo mostró a judíos y gentiles la vía de salida de este mundo decadente, de esta materia corrupta y siempre cambiante, en donde la vida se degrada constantemente hacia la vejez y la muerte, en donde todo lo que amamos decae hasta extinguirse, en donde necesitamos matar para comer, destruir para erigir y trabajar para sobrevivir. ¿No vemos ya la condena a la que hemos sido sometidos por el pecado de nuestro padre Adán? Habiendo sido creado puro e inmortal, manchó su espíritu con la inmundicia y mortalidad de la materia, cuyo único propósito era el de servir de prisión para los ángeles rebeldes que se habían apartado de la Gracia Divina. Es la triste historia del rey que termina siendo mendigo y que olvidando su nobleza, se complace en conseguir su alimento entre la basura y los escombros. El pagano es ese rey que ahora es súbdito de los que le hicieron caer en desgracia, que festeja su infortunio y transige en toda clase de transgresiones a su condición de realeza. Poco puede importarle al pagano su herencia, pues la desconoce del todo. He aquí la maravilla de la religión revelada, pues le recuerda al hombre su origen y lo saca de la inmediatez sensorial para poner su intención y voluntad en las cuestiones del espíritu.

Por supuesto, la revelación no pretende incurrir en el desprecio de la naturaleza ni en una negación de los sentidos, sino poner a cada cosa en su lugar adecuado. La máxima y suprema revelación de Dios fue la persona de Cristo, que se encarnó en la naturaleza material del hombre caído para recordarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Como dice San Clemente de Alejandría, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Así también San Atanasio señalaba que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad”. Lamentablemente, el mundo de hoy camina hacia un abismo sin fondo, contentándose con aumentar las comodidades materiales y el desarrollo de una ciencia y tecnología luciferina al tiempo que los valores espirituales y morales de la humanidad decaen. En el fondo, es un mundo pagano. ¿Volveremos a las catacumbas como en la antigua Roma? Si, pero a las catacumbas del corazón, para orar con más fuerza y en silencio por nuestros hermanos y hermanas que dan tumbos en la oscuridad de esta larga noche universal.

Destellos de la Iglesia Interior


La Santa Iglesia, eterna esposa de Cristo, se halla hoy en una encrucijada histórica. Los golpes que el espíritu moderno le ha asestado la han herido de muerte y en su agonía el Cristianismo languidece como una llama de vela bajo los embates del viento septentrional. Pero ¿es posible que su luz se apague? Nosotros creemos que es imposible y lo argumentaremos a continuación.

La Iglesia no es una mera institución humana, como erróneamente se juzga. El pensamiento historicista, engendro del sentir moderno, quiere reducirlo todo a lo medible, a lo cuantificable, a lo evidenciable. Con esa miopía desgraciadamente se pierde lo que es importante, nos desentendemos de lo arquetípico y le negamos todo sentido de trascendencia a la existencia del hombre. Sin embargo no podemos decir que la evidencia histórica no sea importante; lo es en grado sumo. Pero sería una burda limitación pretender abordar los asuntos espirituales desde una óptica estrechamente documental como si a Dios se lo pudiese empujar adentro de un baúl de antigüedades. Ya que en el mundo contemporáneo se niega toda verdad metafísica, será imposible convencer a sus apologistas de la importancia de rescatar los elementos trascendentales del sentir religioso y de la cosmovisión sagrada del universo. Dejémosles pues con su ceguera recalcitrante y encomendemos nuestro entendimiento a Dios, que puede iluminarnos con su Sophia.

No hay más que una solo Iglesia Universal. Ella es una entidad puramente espiritual que se fundó el mismo día de la caída de Adán para la salvación de los hombres. La Santa Iglesia es el cuerpo místico de aquella alma que es la Sophia de Dios y de aquél espíritu que es el Logos Cristo anunciado por San Juan Evangelista. Su gloria eterna se refleja en este bajo mundo en las instituciones humanas que se han llamado “iglesias” y que no constituyen más que tenues e imperfectos reflejos de su inmensidad celeste. En la Tierra, las iglesias han ido decantando por diversos derroteros, generalmente bajo la forma de un alejamiento de la tradición original, para adaptarse a procesos sociales y culturales diversos que responden a las necesidades particulares de quienes sostienen la autoridad y el poder en éstas. Pero la Santa Iglesia ha permanecido intacta en su núcleo más íntimo, en su médula espiritual, incorruptible y ajena a las deformaciones de la coyuntura histórica. Es a ésta a la que nos referimos cuando hablamos de una Iglesia Interior.

Siendo la Sabiduría de Dios infinita y eterna, su misericordia inconmensurable y su ciencia ilimitada ¿cómo podría extinguirse la luz de la Iglesia? El problema es dónde hallar esta luz, en medio de tanta oscuridad y de tantos errores que ocultan la verdad fundamental. Aunque no hay otro lugar más vasto para el Espíritu Santo que el corazón del hombre, en nuestra limitación necesitamos del apoyo exterior de las iglesias de este mundo. Sin ellas el hombre común se vería arrojado a la violencia de su prevaricación inconsciente. Sostener su relevancia, especialmente en nuestros tiempos degenerados, no deja de ser esencial. Por ello, no puede haber una Iglesia Interior sin el soporte fundamental de una Iglesia Exterior, como nadie puede beber el té sin una taza que lo contenga.

En estos tiempos de confusión y acaparación de grados y regalías se haría bien en volver a los templos, participar de los Sacramentos y compartir la fe en comunidad. No nos vamos a referir a toda esa gama de pseudo-iglesias y movimientos gnósticos que se han gestado a la oscura sombra del ocultismo, ni a las deformantes sectas carismáticas de un protestantismo cada vez más dividido. Para qué hacer mención a la poca seriedad de las llamadas Órdenes Martinistas, todavía más divididas, ni a los grupos de falso rosacrucismo que prometen lo que ni siquiera conocen. Cosa aparte son los movimientos de la nueva era y otras ensaladas mal aliñadas. No, nosotros nos referimos a la Santa Iglesia Interior, aquella que ha sido transmitida silenciosamente a través de las generaciones desde tiempos inmemoriales, cuyas promesas se cumplieron con la Resurrección de Jesús Cristo y el envío del Espíritu Santo a la comunidad de los apóstoles.

Aunque esta aserción que realizaremos pueda no ser compartida por todos, creemos que el legado tradicional de la cristiandad ha sido preservado con especial cuidado hasta nuestros días por las iglesias ortodoxas de rito bizantino, incluyendo el genuino esoterismo cristiano y el misticismo de los Padres del Desierto. Roma también hizo lo suyo en algún momento, pero se encuentra tan alejada de los orígenes que resulta difícil hallar algo valor en ella a menos que nos remitamos a su tradición monástica contemplativa, que ha logrado salvaguardar parcialmente dicho legado. Aún así siempre es posible encontrar personas de mucha valía en ella, seres excepcionalmente dotados para la oración y el amor universal. De otra manera, ya hubiese perecido hace mucho tiempo. Pero sea cual sea nuestra confesión, la Iglesia Interior se mantiene siempre disponible para revivificar la Fe. En consecuencia, hacemos un llamado a los hermanos y hermanas en Cristo para reunirnos como una sola y gran Iglesia y realizar algún día el anhelado sueño de la reunificación bajo la inspiración bendita del Espíritu Santo. Bendiciones y paz en el Nombre de Cristo Nuestro Señor.

Exhortación a las Iglesias


A las Iglesias de este mundo, a los cristianos y a todo aquel que busque la Verdad.

El tiempo apremia a la humanidad. Por ello es que os exhortamos con urgencia a considerar estas palabras en el espíritu de la verdadera comunión de los hermanos y hermanas en Cristo. No esperéis más por la Parusía si no habéis preparado antes el pesebre de vuestro corazón para recibir al Logos de Dios en su segunda venida. Porque mientras hacéis antesala para lo que juzgáis exterior y carnal, Cristo derrama abundantemente la santa tintura de su sangre sobre la vida entera, haciendo todas las cosas nuevas. Mas no os habéis percatado del hecho porque lo buscáis afuera.

Vosotros, los que sabéis del Último Día y que os afanáis por advertir a otros ¿no habéis notado que cada día es el postrero? Porque el Verbo de Dios ya ha venido otra vez pero no os habéis enterado, ocupados como estáis en las distracciones del dogma y la interpretación literal. Habéis sido engañados por Lucifer para recrear Babel en la tierra, disputándoos un duro pedazo de pan mientras la verdadera cena del Señor está servida. ¡Oh sectas y facciones! ¡Iglesias de Sodoma y Gomorra, de Sybaris y Babilonia! Os habéis distraído en el furor de la razón que discurre sobre los cuatro elementos y que no alcanza a realizar la promesa del Espíritu Santo. Pues lo que entendéis de boca de vuestros sacerdotes y pastores, de vuestros teólogos y de vuestros catecismos, no es más que la letra muerta de una fe viva. Habláis de Dios sin haberle experimentado, invocáis el nombre de Jesús sin haberle conocido.

¿Cómo podríamos transmitiros este mensaje sencillo y a la vez complejo? Sabed que Dios, El que Es por toda eternidad, fuera de Quien nada tiene existencia, es un perfume que debéis hacer propio, un sabor que debéis degustar con vuestro propio paladar, una experiencia en la que debéis ser muertos y aniquilados a vuestro propio yo. Hallaréis la Verdad tan solamente si la buscáis, porque al que clama, aún en medio del desierto, el Uno y Trino le responde presto. ¡Tocad para que os sea abierto! Preguntáis ¿dónde está la puerta? Está allí, ante vuestros ojos y en medio de vuestro pecho. Os diremos el secreto para que comprendáis si tenéis entendimiento. Si deseáis fervientemente hallar a Cristo y seguirle habéis de contemplar las Tres Perlas de la Sabiduría, la imagen y semejanza de Dios Padre en vuestra propia alma. Pero antes debéis rectificar la materia.

Nadie puede ver en un espejo sucio. En consecuencia, necesitáis limpiar y pulir vuestro espejo. Cuando el alma sea purificada por el fuego de la devoción y la santa piedad podrá reflejar con cristalina exactitud la Luz que os rodea por doquier y que proviene del Altísimo, centro de toda la naturaleza visible e invisible. Haced florecer la Rosa en el terrible madero de la Cruz. Cerrad herméticamente el vaso y operad vuestra Obra interior. La Iglesia es una, más no posee escaños, podios ni piedras. Sus campanas resuenan con un sonido inaudible y su sombra es la oscuridad que reside ahí dentro en donde no habéis tenido la ocurrencia de mirar con el ojo del corazón.

Ya se apresta a ser manifiesta la boda de la bendita Sophia de Dios. No os entrampéis en las fosas del historicismo literalista; no hagáis más política en los templos; no sigáis perpetuando la ignorancia en los sermones y ocultando el sentido interior de las Escrituras. Porque si abrís la puerta de la experiencia divina la Fe será renovada y ya no habrá vergüenza de testificar a Cristo como en nuestros días. Haced real en vosotros lo que solo habéis aprendido con el cadáver de la memoria. No somos ni seremos los únicos a quienes el Cristo se revela. Avivad la llama del Espíritu Santo sobre el crisol de vuestro corazón y hallaréis el misterio de la Vida Eterna realizando la promesa del Cordero de Dios. Morid a vosotros mismos para que resucitéis en la Gloria del luminoso cuerpo espiritual. Y recordad que Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios.

Bendiciones en el nombre de Yehoshua ben Elohim.

El Teósofo Peregrino

De los Influjos Sefardíes del Martinezismo


Mucho se ha discutido sobre el origen judío de Martínez de Pasqually, pese a que no hay duda de la sinceridad y perfecta conformidad de su condición como católico romano. No obstante nos llama mucho la atención la gran cantidad de líneas que se desperdician en cuestionar un hecho ya suficientemente documentado por investigaciones recientes, mientras que no se le dedica ni una sola palabra a dilucidar el asunto de las influencias sefardíes en la Teurgia Martinezista, que es lo que realmente interesa a estudiosos y buscadores.

De alguna manera la figura y genio de Pasqually han terminado por eclipsar su obra, cosa que el maestro jamás hubiese querido. Por ello es justo dedicar un par de consideraciones a la operativa mágica que nos ha transmitido. Los que han tenido oportunidad de conocer dicho trabajo saben bien que los ritos de los Elus+Cohen se sustentan con especial fuerza en la invocación de los Nombres de Dios y de sus Ángeles, y entre éstos ocupan un lugar importante los conocidos como Shemhamphorash. Estos 72 Nombres Divinos fueron obtenidos por los cabalistas sefardíes a través de una permutación de tres letras, utilizando los 216 caracteres hebreos del capítulo 14 de Éxodo, versículos 19, 20 y 21. Tomando la primera letra del versículo 19, la última del 20 y la primera del 21 se obtiene el primer Nombre Divino. La segunda letra del versículo 19, junto a la penúltima del 20 y la segunda del 21 nos otorga el segundo Nombre y así sucesivamente hasta un total de 72. Cada uno de ellos corresponde a una determinada Inteligencia Divina.

Los seguidores del rabí Abulafia dieron un gran impulso al conocimiento del Shem ha-Mephorash o Nombre Explícito de Dios, que la tradición judía guardaba como su más excelso secreto, asunto que ha dado origen a toda suerte de especulaciones sobre su poder, la mayoría de ellas bien poco afortunadas.

En los ritos Cohen se invocan además otros Nombres Divinos habituales en el Antiguo Testamento así como aquellos propios de las jerarquías angélicas que figuran en algunos tratados de cábala práctica. Como cristianos no podemos negar el vínculo estrecho que nos une con la tradición hebrea, y aunque en Cristo el mensaje de salvación se extendió a todos los pueblos y naciones sin distinción, es indudable que a la gente de Israel se le otorgó un conocimiento especial del que no podemos prescindir. Martínez de Pasqually, al igual que sus desconocidos maestros, lo entendieron así. ¿Qué caso tendría esconderlo? Los rituales Cohen abundan en proclamaciones y llamados a los 72 Nombres, por lo que podemos asumir en el proceso un cierto trasfondo cabalístico. Y la cábala cristiana, promovida originalmente por Giovanni Pico Della Mirandola y su discípulo Johannes Reuchlin, vino a reafirmar las prefiguraciones de Cristo en la doctrina esotérica de los hebreos, algo que lamentablemente muy pocos judíos lograron asumir. Uno de estos exiguos casos fue el del converso Flavius Mithridates, también conocido como Raimundo Moncada, a quien debemos la enseñanza cabalística que Pico Della Mirandola sistematizaría.

La doctrina de Martínez de Pasqually se inserta parcialmente en dicha tradición cabalística cristiana, así como en los nombres y sellos mágicos enseñados en textos mágicos como el libro de Arbatel o en los tomos de Cornelius Agrippa von Nettesheim. Este último realizó la mayor parte de su obra en Lyon, sede principal de los impresores franceses del siglo XVI. No puede extrañarnos entonces la gran penetración que tuvo la cábala cristiana en los cenáculos y las logias europeas. No obstante los rituales Cohen también abundan en Nombres Divinos que no se conocen en la tradición hebrea. Se utilizan además Nombres griegos del Nuevo Testamento. En consecuencia, es evidente que la Teurgia Martinezista excede con mucho el ámbito cabalístico. Empero comporta indudables influencias sefardíes.

Nótese que aún se emplean algunos de los principales Nombres Divinos en los misales latino y bizantino, porque la misa es propiamente un rito teúrgico, la más excelsa y elevada ceremonia sacramental, pues en ella se reproduce el sacrificio de Nuestro Señor Jesús Cristo. En virtud de su ejecución el pueblo de Dios puede incorporar el poder del Reparador en su propia carne. Por esto Martínez de Pasqually exigía de sus estudiantes la participación en los sacramentos de la Iglesia como prerrequisito indispensable para practicar la Teurgia de los Elus+Cohen, ya que sin la salvación de Cristo no tiene ningún sentido ni propósito el intentar cooperar con la Gran Obra de Dios (que esto es la Teurgia).

En consecuencia, puede que Martínez de Pasqually no halla tenido un origen judío, pero lo que es indudable es que sus operaciones de reintegración sí tienen una clara influencia sefardí, pues derivan en parte de conocimientos mágicos de procedencia cabalística. En cualquier caso la práctica de Pasqually tiene elementos propios que sobrepasan el ámbito de la Cábala. Quisiéramos dejar esto bien establecido para aquellos que desean acercarse a la vía Martinezista a fin de no hacerles incurrir en las fantasías y mistificaciones que pretenden hacer del maestro de Bordeaux algo que nunca fue. Pasqually y su doctrina son cien por ciento cristianas, pero su operativa, como toda raíz cristiana, se basa parcialmente en fuentes judías. ¿Dónde está el conflicto? Jesús fue judío, la Virgen María y los doce Apóstoles también. Pero a nadie le cabría dudar de su condición como cristianos. No creemos entonces que valga la pena seguir insistiendo tozudamente sobre el mismo punto porque es la pureza del corazón y la entrega a Cristo lo que distingue al verdadero seguidor del camino.

La Muerte y el Misterio de la Cruz


Dios Misericordioso se hizo hombre y sufrió la horrenda muerte en la Cruz por nosotros. Esta noción tan básica y angular del Cristianismo demanda una atención especial para adentrarnos en su significado interior, debido a su insoslayable importancia para la fe cristiana como eje narrativo en torno al que se orienta todo el plan divino de salvación universal. La Cruz es el símbolo central de nuestra confesión en Cristo, y sin ella se perdería el pilar central de toda nuestra espiritualidad. Por el via crucis somos cristificados cuando el fuego del Espíritu Santo se ha elevado en nosotros abriendo el flujo de los siete espíritus-manantiales del alma (Quellgeister en la lengua de Böhme) desde los que brota abundante el agua de la vida.

¿Qué es la Cruz? ¿Es acaso un simple madero del suplicio? ¿Por qué el crucifijo nos resulta tan cardinal en la devoción del culto privado y dominical? ¿No deberíamos acaso proscribirlo como quien evita el recuerdo de la desgracia ocurrida a un ser querido?

El cuerpo es el horno alquímico, nuestro atanor. El Espíritu Santo es el fuego que lo enciende y calienta. El alma es la materia impura o turba que ha de sufrir la transformación y el espíritu del hombre es el fuelle que en su soplido constante mantiene vivo el fuego que a su vez se alimenta del carbón de la Fe. La Cruz es finalmente el encuentro y transformación de los cuatro elementos purificados por nuestras operaciones interiores. Por ello sobre la cruz se inscribió la sigla I.N.R.I. para indicar el burlesco Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) pero que también oculta el notaricón de Igne Natura Renovatur Integra, la naturaleza renovada íntegramente por el fuego, el Espíritu Santo que regenera nuestra condición caída, el ardor interior que rompe los sellos y asciende por las siete fuentes del alma.

El símbolo del Crismón o Chi-Rho que representa a Cristo y por el cual se vence la adversidad, es al mismo tiempo el símbolo del Crisol, el receptáculo donde se esconde la substancia en transformación bajo el fuego espiritual. Aquellos familiarizados con la cábala fonética de los alquimistas entenderán esto mejor que nadie. La letra griega Chi, inicial de Cristo, es una cruz recostada. En su centro reposa el oro espiritual, el más grande secreto de todos los secretos.

La madera de cedro con que se construían las cruces romanas para los condenados a muerte es realmente la materia prima de la Obra. La esperanza volvió a nacer del madero como en el tiempo de Noé sirvió para el arca. El supremo sacrificio de Dios hecho hombre se realizó en el monte Calvario para ser conmemorado por siempre. Pero aún debe ocurrir la crucifixión del alma para quien decida seguir a Jesús. “Y cualquiera que no toma su propia cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27).

Mucho se debatió entre protestantes y católicos respecto a si el sacrificio de Jesús se realizó de una vez y para siempre o si es reiterado cada vez con la eucaristía. Pero más allá de estas cuestiones abstrusas, lo realmente importante es que el hombre cargue con su cruz siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios. Todos cargamos inevitablemente con los dolores y penurias de esta vida. Vivir en este mundo es una tarea dura. Pero para mucha gente se ha convertido en la meta última de su existencia, como si esta visita al seno de la materia bruta fuese el destino final del ser humano. No han escuchado las enseñanzas de los profetas y se adhieren tenazmente a una infructuosa búsqueda de satisfacciones sensoriales, olvidando que esta es apenas una escuela y un lugar de paso, una verdadera posada para el alma que debe seguir su rumbo cuando la muerte extiende sus alas sobre nosotros. La Pasión y Resurrección de Cristo nos llaman a recordar que la verdadera vida, la verdadera felicidad, no es en esta tierra de impermanencia sino junto a nuestro Creador.

Moriremos y todo seguirá igual en la tierra. Las posesiones quedarán atrás, los placeres se marchitarán y sólo podremos llevarnos lo que carguemos dentro de nuestro corazón. “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su duro trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; pero la tierra siempre permanece. El sol sale, y el sol se pone. Vuelve a su lugar y de allí sale de nuevo. El viento sopla hacia el sur y gira hacia el norte; va girando de continuo, y de nuevo vuelve el viento a sus giros. Todos los ríos van al mar, pero el mar no se llena. Al lugar adonde los ríos corren, allí vuelven a correr. Todas las cosas son fatigosas, y nadie es capaz de explicarlas. El ojo no se harta de ver, ni el oído se sacia de oír. Lo que fue, eso será; y lo que ha sido hecho, eso se hará. Nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:2-9).

La inevitable realidad de la muerte, de la que nadie escapa, nos induce a reflexionar seriamente sobre nuestro paso por la tierra y lo que hacemos con el breve tiempo que nos es dado. Si lo usamos para el deseo de la materia, para acaparar posesiones y placeres, la partida al otro mundo será en dirección a la Cólera de Dios. Pero si usamos nuestro tiempo en el perfeccionamiento del alma y en la oración, nuestro viaje será a las regiones donde mora el Amor Divino.

El hombre no puede ver en esta vida la realidad. En su lugar percibe un sueño tejido por cargas eléctricas en oposición. Si pudiese abrir el ojo del corazón, se daría cuenta de que, dependiendo de lo que lleve consigo adentro, ya está en medio del Cielo o en medio del Infierno, en medio del amor o en medio de la cólera divina. Pero con el fallecimiento de la carne tendrá que ver la realidad aunque no quiera a través de los ojos espirituales.

La Cruz es un símbolo de la muerte. Pero para nosotros cristianos la muerte no es el final de la vida sino el comienzo de ella. Porque en este mundo efímero e impermanente donde todo decae, no puede haber vida verdadera por cuanto el alma se halla confinada a las limitaciones del espacio y del tiempo lineal. Debemos pasar gran parte del tiempo de nuestras vidas procurando el alimento, el techo y la seguridad del cuerpo, mientras el alma permanece como adormecida, en un letargo constante que le retiene en su estado de germen potencial sin jamás recibir la Luz y el Agua de Vida que le permitirían despertar hasta florecer en el jardín de Dios. La semilla, para brotar como planta, debe romper su cascarón, debe morir a su condición de semilla. Esta ruptura, esta muerte, este aparente dolor, es el símbolo de la Cruz en el que debemos ser crucificados para resucitar a la verdadera vida espiritual.

Cuando miramos un crucifijo, especialmente durante la oración, debemos recordar lo que allí se halla inscrito: cada asta representa uno de los cuatro elementos de la naturaleza de la que estamos recubiertos y en el centro yace clavado Jesús, el hombre nuevo, el Cristo interior. El alma es transformada en el crisol de la Cruz por el fuego del Espíritu Santo, para ascender transfigurada al Padre de Gloria. No es un signo tétrico ni doloroso, sino uno de vida verdadera y libertad. Quien muere abrazado a la cruz ha encontrado la vida eterna. La Cruz es entonces el glifo del sacrificio interior por la muerte, para cruzar el umbral celestial hacia la resurrección espiritual.

Muchos dudan de la realidad de la resurrección porque afirman que es absurdo creer que la carne pueda ser reconstituida desde el polvo y las cenizas. Tienen razón, pero solo parcialmente. El cuerpo físico que ahora poseemos es como una vestimenta de trabajo. Se ensucia y se rasga, pero una vez que hemos cumplido la tarea nos lo quitamos para usar la ropa limpia que nos aguarda en casa. La resurrección de los muertos pertenece a otro código, a otra Physis, a una realidad muy diferente de la actual materia corporal. San Pablo fue muy elocuente al respecto. “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vienen? Necio, lo que tú siembras no llega a tener vida a menos que muera. Y lo que siembras, no es el cuerpo que ha de salir, sino el mero grano, ya sea de trigo o de otra cosa. Pero Dios le da un cuerpo como quiere, a cada semilla su propio cuerpo. No toda carne es la misma carne; sino que una es la carne de los hombres, otra la carne de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces. También hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales. Pero de una clase es la gloria de los celestiales; y de otra, la de los terrenales. Una es la gloria del sol, otra es la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas; porque una estrella es diferente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción; se resucita en incorrupción. Se siembra en deshonra; se resucita con gloria. Se siembra en debilidad; se resucita con poder. Se siembra cuerpo natural; se resucita cuerpo espiritual. Hay cuerpo natural; también hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: el primer hombre Adán llegó a ser un alma viviente; y el postrer Adán, espíritu vivificante. Pero lo espiritual no es primero, sino lo natural; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es celestial. Como es el terrenal, así son también los terrenales; y como es el celestial, así son también los celestiales. Y así como hemos llevado la imagen del terrenal, llevaremos también la imagen del celestial. Y esto digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredar la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final. Porque sonará la trompeta, y los muertos serán resucitados sin corrupción; y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y que esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ¡Sorbida es la muerte en victoria!” (1 Corintios 15:35-54).

Cuando somos resucitados ante la Faz Divina, el hombre puede pasar a formar parte de las legiones angélicas o ser de entre los condenados en los estados infernales de la existencia. Esta resurrección ocurre casi inmediatamente después de la muerte física en un cuerpo de materia sutil, y fuera del tiempo físico, en la eternidad del otro mundo, regido por otro tiempo y otro espacio, razón por la cual creer que la resurrección de los muertos sucede según el tiempo mundano es un tanto ingenuo, ya que estas cuestiones se rigen por un tiempo eterno, por el tiempo espiritual que no es un momento puntual del día y la hora terrenales, sino un eterno suceder, un devenir constante bajo la Presencia Divina. Entendamos el sentido espiritual de la Resurrección de los muertos, pues muertos somos los vivos, muertos espiritualmente y renacidos en el espíritu con la muerte corporal que es realmente el nacimiento a la verdadera Vida. Y la puerta a la vida eterna es la Cruz.

Ser Masón, Ser Cristiano


A.·. L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.

¿Masonería Cristiana? El término en sí mismo parece un oxímoron. Pero si en el espejismo del desconocimiento semejante término suena a contradictio in terminis, una revisión de las fuentes históricas de la Orden puede esfumar toda sonrisa irónica. La Masonería es cristiana por naturaleza. Siempre lo fue hasta que la revuelta andersoniana de 1717 deformó la tradición legándonos una Masonería deslavada y llena de referencias foráneas, ajenas a su original espíritu. Como se sabe, la palabra masón proviene del francés que indica al albañil, el constructor que erigía muros en la Edad Media. La maestría del arte de la albañilería medieval puede observarse aún hoy en la magnificencia de las catedrales góticas de Europa. Esos hombres que se consagraban a la construcción de templos para la adoración del Dios Uno y Trino no podían ser otra cosa que cristianos, como bien consta en los textos masónicos más antiguos de los que se tenga noticia: el manuscrito Regius de 1390, el manuscrito Cooke de 1410, el manuscrito Grand Lodge Nº1 de 1583, el Iñigo Jones de 1607 (o 1655 según algunos estudiosos) y el manuscrito Dumfries Nº4 de 1710. Todos estos escritos fundacionales son muy anteriores a las desviaciones de la llamada masonería especulativa y no dejan lugar a dudas del puño y letra cristiana que los ha redactado, hecho evidenciado en el contenido de Fe explícito en los mismos.

Aunque los andersonianos se esmeran en distorsionar la Historia, ocultar hechos y relativizar la evidencia, los masones tradicionales se han concentrado en preservar la herencia cristiana que nos legaron los ancestros medievales. En un mundo en donde el progresismo es la única meta y justificación, la sabiduría y la humildad de los antiguos no quiere ser reconocida.

Digámoslo sin ambigüedades. La masonería es el arte de erigir templos a la Santísima Trinidad. Le pesa a la conciencia de muchos hermanos que, en un arrebato libertario, no quisieron ver que en la Iglesia, con todos sus defectos y errores, existe un poder espiritual que la sostiene a lo largo de los siglos a pesar de las desviaciones de los hombres que la componen. ¿Y por qué el masón quiere edificar para Dios como Salomón? Porque la Iglesia es el Hombre nuevo regenerado en Jesús Cristo. Cuando San Pablo dice que “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que mora en vosotros” (1 Corintios 6:19) ¿no está diciendo dónde hallar a Dios? Si el masón busca lo divino y desea erigirle un templo para su justa adoración ¿dónde más sino en él mismo debe levantarlo? Pero la fuerza para la titánica obra no le viene de su razón ni de su tenue voluntad. Esa fuerza proviene de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad, los tres puntos del Delta infundidos por Dios en el alma del creyente. Lamentablemente, la gran mayoría de los masones se han alejado del camino cristiano para seguir el de la ilustración. ¿No es eso como cambiar un diamante por un pedazo de carbón?

La constitución de las logias “regulares” fue toda una irregularidad. Luego la constitución de las logias “liberales” fue simplemente una destrucción. ¿Qué se puede erigir sobre las ruinas del templo de Dios? — ¡Un templo a la razón humana! — gritaron los racionalistas. Pero no, el hombre no es más grande que Dios ni su razón alcanza a sondear todos sus misterios. Qué tristeza la de aquél que no pudiendo bajar su frente por el orgullo, osa creerse superior incluso a su mismo Creador. ¿Cómo hacer cambiar de parecer a un alma imbuida de su pretendida grandeza? Saint-Martin, el teósofo de Ambois, decía que “De todas las vías espirituales que se ofrecieron a mí, no encontré más suaves, más seguras, más ricas, más fértiles, más duraderas, que aquellas de la penitencia y la humildad”. El masón que se apresta a erigir el templo para el cuerpo místico de Cristo, esto es, su verdadera Iglesia, necesita reconocer su pequeñez frente al Padre Todopoderoso y la impotencia de su razón.

Los pobres monjes y simples canteros medievales que dieron origen a nuestra fraternidad albergaban en su corazón aquel espíritu de sencillez y asombro frente al Mysterium Magnum y en silencio se aplicaron al mazo de la voluntad y el cincel del intelecto por medio de la fuerza que les dio su Fe. La Masonería Cristiana, es decir, la Masonería de fiel tradición y auténtico espíritu iniciático, persiste en nuestros días de forma casi marginal, silencioso lugar al que se ha visto desplazada por la vistosidad y el ruido mundano de las logias andersonianas y liberales. Pero existe, y comienza a experimentar un lento renacer, con una cadena de transmisión impecable que se remonta al Convento de Wilhelmsbad, de donde surgió la reforma masónica del Régimen Escocés Rectificado. Posteriormente, aunque quizás con menor riqueza espiritual, emergieron ritos como el Sueco y su versión alemana, el Zinnendorf. En su momento se destacaron además otros regímenes como el de la Estricta Observancia Templaria (de donde provienen los tres anteriores) o el casi desaparecido Early Grand Scottish Rite, como muestras de la perfecta condición cristiana de la verdadera Francmasonería. Puede ser discutible qué tan profundamente crísticas sean en realidad la Masonería de Rito Sueco y Zinnendorf, por la ausencia de una doctrina esotérica a transmitir más allá del ritual. Sin embargo el caso del R.·.E.·.R.·. es paradigmático a este respecto y constituye el ejemplo más plausible de una Masonería doctrinalmente cristiana. A la vez que Orden de Caballería en su clase interna, los grados superiores de la misma enseñan la Doctrina de la Reintegración en y por Cristo como una herencia espiritual genuina y medular. Su sello cristiano y caballeresco nos remonta a una época en que la religión era cosa santa y los templos su escuela de virtud.

No debe sorprendernos que su estilo aristocrático encuentre poca acogida en un mundo demasiado embelezado con las promesas de la democracia liberal, que hoy hace aguas por todos lados. Pero más allá de las preferencias temporales y del zeitgeist suscitado por la propaganda, el Reino Eterno no necesita de justificaciones mundanas para validar sus principios inmutables. Cada hombre deberá confrontar en su interior la pregunta acerca de su propia búsqueda. Hay logias que buscan el negocio oportuno o la escalada social. Otras buscan la filantropía o la promoción del librepensamiento. Aún hay logias que buscan el fin de la Iglesia como aquellas que se envenenaron con el discurso de Adam Weishaupt. Y unas pocas logias buscan servir a Dios. Creemos que son éstas últimas las que importan y las que le darán un futuro promisorio a la tradición occidental. Mas no nos engañemos ilusamente. Porque las agrupaciones de hombres son sólo agrupaciones de hombres. Pero un buen bastón puede ayudar a caminar a los que aún no pueden hacerlo por sí mismos. Cojear hoy para volar mañana, por la gracia de Dios Misericordioso.

Perit ut Vivat!

Algunos hermanos de la Iglesia Interior


Valentin Weigel (1533-1588)
Jakob Böhme (1575-1624)
John Pordage (1607-1681)
Sir Thomas Browne (1605-1682)
Johann Georg Gichtel (1638-1710)
William Law (1686-1761)
Emanuel Swedenborg (1688-1772)
Saint-Georges de Marsais (1688-1755)
Comte de Saint-Germain (1696-1784)
Dom Antoine Joseph Pernety (1716-1796)
Joachim Martínez de Pasqually (1727-1779)
Nicolas Antoine Kirchberger (1739-1799)
Johann Heinrich Jung-Stilling (1740–1817)
Rodolphe Salzmann (1749-1821)
Joseph de Maistre (1753-1821)
Louise Claude de Saint Martin (1743-1803)
Karl von Eckartshausen (1752-1803)
Caignet de Lester (1725–1778)
Théodore-Henry de Tschoudy (1727-1769)
Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824)
L'abbé Pierre Fournié (1738-1825)
Nikolay Ivanovich Novikov (1744-1818)
Madame Charlotte de Boecklin (1748-1820)
Bernard-Frédéric de Turckheim (1752-1831)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)
Alexander Borisovich Kourakine (1752-1818)
Ivan Vladimirovich Lopoukhine (1756-1816)
Louis de La Forest Divonne (1765-1838)
Franz Xaver von Baader (1765-1841)
Mikhail Speransky (1772-1839)
Vladimir Solovyov (1853-1900)
Sergei Bulgakov (1871-1944)
Nikolai Berdyaev (1874-1948)