La persistencia del paganismo


Dice San Juan: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, el mar ya no existe. Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el novio. Oí una voz potente que salía del trono: Mira la morada de Dios entre los hombres: habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Les secará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado. El que estaba sentado en el trono dijo: Mira, yo hago nuevas todas las cosas.” (Apocalipsis 21:1-5). Los dioses de este mundo efímero y pasajero han vuelto para que adoremos nuestros barrotes. Los hombres han olvidado lo que se le enseñó a nuestros ancestros. ¿Vamos a servir a nuestros carceleros? “Revestíos de la armadura de Dios, para que podáis resistir contra las maniobras del diablo; porque no va nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de estas tinieblas, contra los espíritus de maldad, que están en los cielos.” (Efesios 6:11-12). Al volver el corazón a las cosas de este mundo, el hombre vuelve atrás y retoma el paganismo, es decir, la adoración de aquello que le está sujeto por principio. Es la subyugación de lo noble por parte de lo vulgar. Esta inversión espiritual es sumamente peligrosa, porque cierra al alma las puertas de la Reintegración para ser apresada en la asimilación de las cosas sensibles.

Cuando el hombre idolatra el dinero, el poder, la belleza, la fama o el atractivo personal cae en la adoración de ídolos y de falsos dioses. Cuando el hombre reniega de su condición como ser de naturaleza espiritual, incluso superior a los mismos ángeles, y se hunde en la brutalidad ciega de sus impulsos más animales, se hace presa de las imágenes de su psiquismo y se pierde en ensoñaciones egóticas, en instintos egoístas, en ardores somáticos. El pagano solo adora cosas que sus ojos pueden ver y sus manos tocar. En su corta visión, no comprende que el mundo físico es un lugar degradado por la caída del Hombre Primordial, que la materia no es nuestro lugar de origen ni nuestro destino final, que el universo tal como está, es un lugar de imperfección, impermanencia y putrefacción por la inevitable fugacidad de todos los entes que en él tienen su forma. De allí que el paganismo en todas sus variantes sea condenable, pues lleva al hombre a desear su exilio, le extravía en el desierto cerrándole las puertas de la verdadera Tierra Prometida.

Cristo mostró a judíos y gentiles la vía de salida de este mundo decadente, de esta materia corrupta y siempre cambiante, en donde la vida se degrada constantemente hacia la vejez y la muerte, en donde todo lo que amamos decae hasta extinguirse, en donde necesitamos matar para comer, destruir para erigir y trabajar para sobrevivir. ¿No vemos ya la condena a la que hemos sido sometidos por el pecado de nuestro padre Adán? Habiendo sido creado puro e inmortal, manchó su espíritu con la inmundicia y mortalidad de la materia, cuyo único propósito era el de servir de prisión para los ángeles rebeldes que se habían apartado de la Gracia Divina. Es la triste historia del rey que termina siendo mendigo y que olvidando su nobleza, se complace en conseguir su alimento entre la basura y los escombros. El pagano es ese rey que ahora es súbdito de los que le hicieron caer en desgracia, que festeja su infortunio y transige en toda clase de transgresiones a su condición de realeza. Poco puede importarle al pagano su herencia, pues la desconoce del todo. He aquí la maravilla de la religión revelada, pues le recuerda al hombre su origen y lo saca de la inmediatez sensorial para poner su intención y voluntad en las cuestiones del espíritu.

Por supuesto, la revelación no pretende incurrir en el desprecio de la naturaleza ni en una negación de los sentidos, sino poner a cada cosa en su lugar adecuado. La máxima y suprema revelación de Dios fue la persona de Cristo, que se encarnó en la naturaleza material del hombre caído para recordarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Como dice San Clemente de Alejandría, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Así también San Atanasio señalaba que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad”. Lamentablemente, el mundo de hoy camina hacia un abismo sin fondo, contentándose con aumentar las comodidades materiales y el desarrollo de una ciencia y tecnología luciferina al tiempo que los valores espirituales y morales de la humanidad decaen. En el fondo, es un mundo pagano. ¿Volveremos a las catacumbas como en la antigua Roma? Si, pero a las catacumbas del corazón, para orar con más fuerza y en silencio por nuestros hermanos y hermanas que dan tumbos en la oscuridad de esta larga noche universal.