La Muerte y el Misterio de la Cruz


Dios Misericordioso se hizo hombre y sufrió la horrenda muerte en la Cruz por nosotros. Esta noción tan básica y angular del Cristianismo demanda una atención especial para adentrarnos en su significado interior, debido a su insoslayable importancia para la fe cristiana como eje narrativo en torno al que se orienta todo el plan divino de salvación universal. La Cruz es el símbolo central de nuestra confesión en Cristo, y sin ella se perdería el pilar central de toda nuestra espiritualidad. Por el via crucis somos cristificados cuando el fuego del Espíritu Santo se ha elevado en nosotros abriendo el flujo de los siete espíritus-manantiales del alma (Quellgeister en la lengua de Böhme) desde los que brota abundante el agua de la vida.

¿Qué es la Cruz? ¿Es acaso un simple madero del suplicio? ¿Por qué el crucifijo nos resulta tan cardinal en la devoción del culto privado y dominical? ¿No deberíamos acaso proscribirlo como quien evita el recuerdo de la desgracia ocurrida a un ser querido?

El cuerpo es el horno alquímico, nuestro atanor. El Espíritu Santo es el fuego que lo enciende y calienta. El alma es la materia impura o turba que ha de sufrir la transformación y el espíritu del hombre es el fuelle que en su soplido constante mantiene vivo el fuego que a su vez se alimenta del carbón de la Fe. La Cruz es finalmente el encuentro y transformación de los cuatro elementos purificados por nuestras operaciones interiores. Por ello sobre la cruz se inscribió la sigla I.N.R.I. para indicar el burlesco Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) pero que también oculta el notaricón de Igne Natura Renovatur Integra, la naturaleza renovada íntegramente por el fuego, el Espíritu Santo que regenera nuestra condición caída, el ardor interior que rompe los sellos y asciende por las siete fuentes del alma.

El símbolo del Crismón o Chi-Rho que representa a Cristo y por el cual se vence la adversidad, es al mismo tiempo el símbolo del Crisol, el receptáculo donde se esconde la substancia en transformación bajo el fuego espiritual. Aquellos familiarizados con la cábala fonética de los alquimistas entenderán esto mejor que nadie. La letra griega Chi, inicial de Cristo, es una cruz recostada. En su centro reposa el oro espiritual, el más grande secreto de todos los secretos.

La madera de cedro con que se construían las cruces romanas para los condenados a muerte es realmente la materia prima de la Obra. La esperanza volvió a nacer del madero como en el tiempo de Noé sirvió para el arca. El supremo sacrificio de Dios hecho hombre se realizó en el monte Calvario para ser conmemorado por siempre. Pero aún debe ocurrir la crucifixión del alma para quien decida seguir a Jesús. “Y cualquiera que no toma su propia cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27).

Mucho se debatió entre protestantes y católicos respecto a si el sacrificio de Jesús se realizó de una vez y para siempre o si es reiterado cada vez con la eucaristía. Pero más allá de estas cuestiones abstrusas, lo realmente importante es que el hombre cargue con su cruz siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios. Todos cargamos inevitablemente con los dolores y penurias de esta vida. Vivir en este mundo es una tarea dura. Pero para mucha gente se ha convertido en la meta última de su existencia, como si esta visita al seno de la materia bruta fuese el destino final del ser humano. No han escuchado las enseñanzas de los profetas y se adhieren tenazmente a una infructuosa búsqueda de satisfacciones sensoriales, olvidando que esta es apenas una escuela y un lugar de paso, una verdadera posada para el alma que debe seguir su rumbo cuando la muerte extiende sus alas sobre nosotros. La Pasión y Resurrección de Cristo nos llaman a recordar que la verdadera vida, la verdadera felicidad, no es en esta tierra de impermanencia sino junto a nuestro Creador.

Moriremos y todo seguirá igual en la tierra. Las posesiones quedarán atrás, los placeres se marchitarán y sólo podremos llevarnos lo que carguemos dentro de nuestro corazón. “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su duro trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; pero la tierra siempre permanece. El sol sale, y el sol se pone. Vuelve a su lugar y de allí sale de nuevo. El viento sopla hacia el sur y gira hacia el norte; va girando de continuo, y de nuevo vuelve el viento a sus giros. Todos los ríos van al mar, pero el mar no se llena. Al lugar adonde los ríos corren, allí vuelven a correr. Todas las cosas son fatigosas, y nadie es capaz de explicarlas. El ojo no se harta de ver, ni el oído se sacia de oír. Lo que fue, eso será; y lo que ha sido hecho, eso se hará. Nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:2-9).

La inevitable realidad de la muerte, de la que nadie escapa, nos induce a reflexionar seriamente sobre nuestro paso por la tierra y lo que hacemos con el breve tiempo que nos es dado. Si lo usamos para el deseo de la materia, para acaparar posesiones y placeres, la partida al otro mundo será en dirección a la Cólera de Dios. Pero si usamos nuestro tiempo en el perfeccionamiento del alma y en la oración, nuestro viaje será a las regiones donde mora el Amor Divino.

El hombre no puede ver en esta vida la realidad. En su lugar percibe un sueño tejido por cargas eléctricas en oposición. Si pudiese abrir el ojo del corazón, se daría cuenta de que, dependiendo de lo que lleve consigo adentro, ya está en medio del Cielo o en medio del Infierno, en medio del amor o en medio de la cólera divina. Pero con el fallecimiento de la carne tendrá que ver la realidad aunque no quiera a través de los ojos espirituales.

La Cruz es un símbolo de la muerte. Pero para nosotros cristianos la muerte no es el final de la vida sino el comienzo de ella. Porque en este mundo efímero e impermanente donde todo decae, no puede haber vida verdadera por cuanto el alma se halla confinada a las limitaciones del espacio y del tiempo lineal. Debemos pasar gran parte del tiempo de nuestras vidas procurando el alimento, el techo y la seguridad del cuerpo, mientras el alma permanece como adormecida, en un letargo constante que le retiene en su estado de germen potencial sin jamás recibir la Luz y el Agua de Vida que le permitirían despertar hasta florecer en el jardín de Dios. La semilla, para brotar como planta, debe romper su cascarón, debe morir a su condición de semilla. Esta ruptura, esta muerte, este aparente dolor, es el símbolo de la Cruz en el que debemos ser crucificados para resucitar a la verdadera vida espiritual.

Cuando miramos un crucifijo, especialmente durante la oración, debemos recordar lo que allí se halla inscrito: cada asta representa uno de los cuatro elementos de la naturaleza de la que estamos recubiertos y en el centro yace clavado Jesús, el hombre nuevo, el Cristo interior. El alma es transformada en el crisol de la Cruz por el fuego del Espíritu Santo, para ascender transfigurada al Padre de Gloria. No es un signo tétrico ni doloroso, sino uno de vida verdadera y libertad. Quien muere abrazado a la cruz ha encontrado la vida eterna. La Cruz es entonces el glifo del sacrificio interior por la muerte, para cruzar el umbral celestial hacia la resurrección espiritual.

Muchos dudan de la realidad de la resurrección porque afirman que es absurdo creer que la carne pueda ser reconstituida desde el polvo y las cenizas. Tienen razón, pero solo parcialmente. El cuerpo físico que ahora poseemos es como una vestimenta de trabajo. Se ensucia y se rasga, pero una vez que hemos cumplido la tarea nos lo quitamos para usar la ropa limpia que nos aguarda en casa. La resurrección de los muertos pertenece a otro código, a otra Physis, a una realidad muy diferente de la actual materia corporal. San Pablo fue muy elocuente al respecto. “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vienen? Necio, lo que tú siembras no llega a tener vida a menos que muera. Y lo que siembras, no es el cuerpo que ha de salir, sino el mero grano, ya sea de trigo o de otra cosa. Pero Dios le da un cuerpo como quiere, a cada semilla su propio cuerpo. No toda carne es la misma carne; sino que una es la carne de los hombres, otra la carne de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces. También hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales. Pero de una clase es la gloria de los celestiales; y de otra, la de los terrenales. Una es la gloria del sol, otra es la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas; porque una estrella es diferente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción; se resucita en incorrupción. Se siembra en deshonra; se resucita con gloria. Se siembra en debilidad; se resucita con poder. Se siembra cuerpo natural; se resucita cuerpo espiritual. Hay cuerpo natural; también hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: el primer hombre Adán llegó a ser un alma viviente; y el postrer Adán, espíritu vivificante. Pero lo espiritual no es primero, sino lo natural; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es celestial. Como es el terrenal, así son también los terrenales; y como es el celestial, así son también los celestiales. Y así como hemos llevado la imagen del terrenal, llevaremos también la imagen del celestial. Y esto digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredar la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final. Porque sonará la trompeta, y los muertos serán resucitados sin corrupción; y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y que esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ¡Sorbida es la muerte en victoria!” (1 Corintios 15:35-54).

Cuando somos resucitados ante la Faz Divina, el hombre puede pasar a formar parte de las legiones angélicas o ser de entre los condenados en los estados infernales de la existencia. Esta resurrección ocurre casi inmediatamente después de la muerte física en un cuerpo de materia sutil, y fuera del tiempo físico, en la eternidad del otro mundo, regido por otro tiempo y otro espacio, razón por la cual creer que la resurrección de los muertos sucede según el tiempo mundano es un tanto ingenuo, ya que estas cuestiones se rigen por un tiempo eterno, por el tiempo espiritual que no es un momento puntual del día y la hora terrenales, sino un eterno suceder, un devenir constante bajo la Presencia Divina. Entendamos el sentido espiritual de la Resurrección de los muertos, pues muertos somos los vivos, muertos espiritualmente y renacidos en el espíritu con la muerte corporal que es realmente el nacimiento a la verdadera Vida. Y la puerta a la vida eterna es la Cruz.