Destellos de la Iglesia Interior


La Santa Iglesia, eterna esposa de Cristo, se halla hoy en una encrucijada histórica. Los golpes que el espíritu moderno le ha asestado la han herido de muerte y en su agonía el Cristianismo languidece como una llama de vela bajo los embates del viento septentrional. Pero ¿es posible que su luz se apague? Nosotros creemos que es imposible y lo argumentaremos a continuación.

La Iglesia no es una mera institución humana, como erróneamente se juzga. El pensamiento historicista, engendro del sentir moderno, quiere reducirlo todo a lo medible, a lo cuantificable, a lo evidenciable. Con esa miopía desgraciadamente se pierde lo que es importante, nos desentendemos de lo arquetípico y le negamos todo sentido de trascendencia a la existencia del hombre. Sin embargo no podemos decir que la evidencia histórica no sea importante; lo es en grado sumo. Pero sería una burda limitación pretender abordar los asuntos espirituales desde una óptica estrechamente documental como si a Dios se lo pudiese empujar adentro de un baúl de antigüedades. Ya que en el mundo contemporáneo se niega toda verdad metafísica, será imposible convencer a sus apologistas de la importancia de rescatar los elementos trascendentales del sentir religioso y de la cosmovisión sagrada del universo. Dejémosles pues con su ceguera recalcitrante y encomendemos nuestro entendimiento a Dios, que puede iluminarnos con su Sophia.

No hay más que una solo Iglesia Universal. Ella es una entidad puramente espiritual que se fundó el mismo día de la caída de Adán para la salvación de los hombres. La Santa Iglesia es el cuerpo místico de aquella alma que es la Sophia de Dios y de aquél espíritu que es el Logos Cristo anunciado por San Juan Evangelista. Su gloria eterna se refleja en este bajo mundo en las instituciones humanas que se han llamado “iglesias” y que no constituyen más que tenues e imperfectos reflejos de su inmensidad celeste. En la Tierra, las iglesias han ido decantando por diversos derroteros, generalmente bajo la forma de un alejamiento de la tradición original, para adaptarse a procesos sociales y culturales diversos que responden a las necesidades particulares de quienes sostienen la autoridad y el poder en éstas. Pero la Santa Iglesia ha permanecido intacta en su núcleo más íntimo, en su médula espiritual, incorruptible y ajena a las deformaciones de la coyuntura histórica. Es a ésta a la que nos referimos cuando hablamos de una Iglesia Interior.

Siendo la Sabiduría de Dios infinita y eterna, su misericordia inconmensurable y su ciencia ilimitada ¿cómo podría extinguirse la luz de la Iglesia? El problema es dónde hallar esta luz, en medio de tanta oscuridad y de tantos errores que ocultan la verdad fundamental. Aunque no hay otro lugar más vasto para el Espíritu Santo que el corazón del hombre, en nuestra limitación necesitamos del apoyo exterior de las iglesias de este mundo. Sin ellas el hombre común se vería arrojado a la violencia de su prevaricación inconsciente. Sostener su relevancia, especialmente en nuestros tiempos degenerados, no deja de ser esencial. Por ello, no puede haber una Iglesia Interior sin el soporte fundamental de una Iglesia Exterior, como nadie puede beber el té sin una taza que lo contenga.

En estos tiempos de confusión y acaparación de grados y regalías se haría bien en volver a los templos, participar de los Sacramentos y compartir la fe en comunidad. No nos vamos a referir a toda esa gama de pseudo-iglesias y movimientos gnósticos que se han gestado a la oscura sombra del ocultismo, ni a las deformantes sectas carismáticas de un protestantismo cada vez más dividido. Para qué hacer mención a la poca seriedad de las llamadas Órdenes Martinistas, todavía más divididas, ni a los grupos de falso rosacrucismo que prometen lo que ni siquiera conocen. Cosa aparte son los movimientos de la nueva era y otras ensaladas mal aliñadas. No, nosotros nos referimos a la Santa Iglesia Interior, aquella que ha sido transmitida silenciosamente a través de las generaciones desde tiempos inmemoriales, cuyas promesas se cumplieron con la Resurrección de Jesús Cristo y el envío del Espíritu Santo a la comunidad de los apóstoles.

Aunque esta aserción que realizaremos pueda no ser compartida por todos, creemos que el legado tradicional de la cristiandad ha sido preservado con especial cuidado hasta nuestros días por las iglesias ortodoxas de rito bizantino, incluyendo el genuino esoterismo cristiano y el misticismo de los Padres del Desierto. Roma también hizo lo suyo en algún momento, pero se encuentra tan alejada de los orígenes que resulta difícil hallar algo valor en ella a menos que nos remitamos a su tradición monástica contemplativa, que ha logrado salvaguardar parcialmente dicho legado. Aún así siempre es posible encontrar personas de mucha valía en ella, seres excepcionalmente dotados para la oración y el amor universal. De otra manera, ya hubiese perecido hace mucho tiempo. Pero sea cual sea nuestra confesión, la Iglesia Interior se mantiene siempre disponible para revivificar la Fe. En consecuencia, hacemos un llamado a los hermanos y hermanas en Cristo para reunirnos como una sola y gran Iglesia y realizar algún día el anhelado sueño de la reunificación bajo la inspiración bendita del Espíritu Santo. Bendiciones y paz en el Nombre de Cristo Nuestro Señor.